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martes, 14 de abril de 2009

Amigas

Ana y Silvia se conocieron siendo apenas bebés y pasaron toda su vida juntas. Para ser dos personas que habían crecido como hermanas, no podían ser más distintas: Ana ansiaba saber, mientras que Silvia se alteraba con cada nuevo conocimiento, como si el cambio de sus esquemas mentales fuera demasiado traumático. Cuando una empezó la universidad, la otra hizo un módulo de FP, por hacer algo. Cuando Ana se sentía nerviosa, inquieta, asustada, leía un libro o se iba a dar un paseo; cuando Silvia no se encontraba bien, se iba de copas o de compras. Y, aún así, siempre encontraban un hueco en sus agendas para tomar un café. Se contaban las pequeñeces de su día. Se reían la una de la otra. Eran amigas. Ana tuvo varios novios que terminó dejando porque al final le resultaban insulsos y poco interesantes. Cada vez que rompía con uno, se apuntaba a un curso nuevo o empezaba una carrera. Silvia tuvo tantas historias de amor que era imposible seguirle la cuenta. Se casó tres veces, sin tener hijos, que dan mucha guerra, y cada vez que un marido la abandonaba –como hacían todos sus maridos, novios, amantes-, se iba de vacaciones, o se emborrachaba, o se compraba un vestuario de temporada nuevo. Ana intentó convencerla de que se apuntara a clases de dibujo con ella. Silvia insistió en que a las dos les vendría bien irse de copas.Cuando murieron, con una semana de diferencia, a los setenta y dos años, Ana dejó tras de sí cinco carreras, un doctorado, una docena de libros publicados y una biblioteca que competía con la municipal, a los fondos de la cual donó la suya. Silvia dejó un armario del tamaño de un piso pequeño lleno de ropa que cayó en manos de los menos afortunados de la ciudad. Fue la única vez que los pobres del lugar pudieron llevar blusas de Dolce & Gabana. Los usuarios de la biblioteca municipal apreciaron a Kafka.

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