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martes, 14 de abril de 2009

Cenicienta y sus zapatos

Cenicienta y sus zapatos

Me he comprado unos zapatos de fiesta ideales, monísimos, los más bonitos que he tenido nunca. Son verdes, como el vestido con el que voy a llevarlos, altos, con tacón de aguja, y tienen toques dorados y un semilazo en el empeine que sienta ideal. Son los típicos zapatos con los que aguantas un cuarto de hora antes de ponerte las zapatillas que llevas en el bolso, vamos. Ayer, cuando llegué a casa después de toda una tarde de compras y paseo, me los probé. Y, oh, horror, comprobé que la milimétrica diferencia que tengo entre un pie y otro (tengo el derecho un poco más pequeño que el izquierdo) era suficiente para que en el zapato me encajara perfectamente en el izquierdo y en el otro pie se me escapara. No puedo andar con ellos sin parecerme a Lina Morgan en "La tonta del bote". Hasta el gato se reía cuando me vio andar por el pasillo. Hoy he corrido a una tienda donde venden todo tipo de remedios para zapatos, como almohadillas para que no te rocen o para acolchar el pie. Por el camino he ido pensando en qué decirle a la de la tienda. Confesar que tengo un pie más grande que el otro me parece confesar un defecto que está mejor guardado bajo llave, una de esas cosas que te llevas a la tumba, como tener seis dedos en un pie, una guarrada, vaya. Pero por otra parte necesito que alguien me diga que es normal, que a todo el mundo le pasa, o que al menos no soy el primer ser que le ha ido con semejante cuita. Somos asimétricos por definición, nadie tiene una cara completamente simétrica, por ejemplo, y es normal que un ojo esté más bajo que el otro, o que sea más grande. Tiene que haber más gente con un pie ligeramente más grande que el otro. NECESITO que haya gente con un pie más grande que el otro, porque si no voy a ser un bicho raro, y me niego a serlo más. Y así me pasa con tantas cosas. Pequeñas comeduras de tarro que parece que sólo se te ocurren a ti. Inseguridades en ciertas situaciones de las que todos los héroes de las películas salen airosas. Nadie parece tener defectos, nadie estornuda frente a la cámara, nadie se atraganta en un restaurante lleno de gente y termina escupiendo la gamba al que tiene delante. Todo el mundo parece perfecto. Menos yo. La tienda de arreglos estaba cerrada. Voy a tener que esperar hasta el lunes para ver a la dependienta mirándome como las vacas al tren, o alcanzándome el relleno de talón que necesito para que no se me escape el pie. Y unas almohadillas, a ver si aguanto el baile con taconazos. Que los zapatos son muy bonitos, me sientan de miedo y sería una pena desaprovecharlos.

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